Y yo quiero ser...Física
(Por
Cristina Fernández Bedoya)
Escucha música mientras lees, vete al final.
¿Y cómo no iba
a querer serlo? Cuando uno tiene curiosidad por todo lo que le rodea y le gusta
tocar, abrir, probar, hurgar, romper, experimentar con todo cachivache que
se pone a su alcance… tiene muchas papeletas para acabar haciendo una carrera
de ciencias. Y si además los cuerpos animados, especialmente los viscosos, te
producen cierta repulsión, ¡bienvenido! Vas a acabar en el mundo de las
matemáticas, la física, la química o las ingenierías.
Puede que, sin
saberlo, ya desde pequeño quisieras ser físico. En mi caso, ya desde niña
andaba buscando respuestas a preguntas, cuando menos, ambiciosas:
¿Cómo demonios se creó el mundo? ¿De dónde han salido todas estas cosas?
¿Por qué se sostiene en pie la Barbie con esos pies tan enanos?
Mi madre lo
debió ver claro pues con tres años le pregunté que de dónde venían los objetos
que nos rodeaban. Para salir del apuro me dio la respuesta
sencilla: que todo lo que no habían hecho los hombres lo había hecho Dios.
Rápidamente le contesté que esta era una pregunta seria, que no valía el
típico cuento del hada madrina convirtiendo calabazas por doquier. Lo mismo mi
pobre madre resulta tener razón, pero a mí eso de que me diera una explicación
que no podía demostrar no me pareció nada serio.
La primera
asignatura de física propiamente dicha que tuve se hizo esperar hasta los 16
años. Fue un flechazo. En las películas, a los adolescentes les meten en la
cabeza eso de que cuándo conozcas al amor de tu vida lo sabrás de inmediato. Es
mentira generalmente con las personas, pero no con la física. ¡Por fin un
profesor se dedicaba a explicar cosas que eran verdaderamente útiles e
interesantes! Alguien había desarrollado teorías y métodos matemáticos para
explicar por qué funcionan las cosas, por qué y cómo caes más rápido según la
inclinación de la cuesta, por qué en una olla a presión la comida se cocina más
rápido, por qué los rayos de luz se curvaban en una lente, cómo se forma un
arco iris, cómo se mueven las estrellas, cuánto tarda la luz del sol en llegar
a tu terraza, por qué los aviones pueden volar, qué hace que funcione un
microondas, de la inducción mejor ni hablamos (como veis la cocina me
creaba grandes dudas), de qué está hecha toda la materia que nos rodea y,
rizando el rizo, ¡cómo se creó!
Podría seguir
un buen rato, pero el resumen es claro: POR FIN ALGUIEN SE MOLESTABA EN
INTENTAR EXPLICAR CÓMO FUNCIONA EL MUNDO Y DE DÓNDE VIENEN TODAS LAS COSAS QUE
NOS RODEAN. Incluso, lo de la Barbie.
La cuestión
última de cómo se creó el universo fue la que dictó mis primeros años de
carrera. El modelo del Big Bang había sido propuesto recientemente y devoraba
artículos de divulgación sobre el desplazamiento al rojo, las curvas de
rotación de las galaxias, los agujeros negros, etc. Estudiar asignaturas de
astrofísica es una de las labores más satisfactorias que se me ocurrían
pues ¿quién no quiere saber cuántos años tiene el universo? ¿Quién no se
ha preguntado alguna vez si la Tierra ha existido siempre o cómo se han podido
crear los planetas? ¿A qué distancia estará cada estrella en el cielo y si se
estarán alejando o acercando? ¿Quién puede vivir sin hacerse esas preguntas?
Nadie. ¡Nadie!
Bueno,
entonces me eché un novio periodista que me hizo ver que no todo el mundo tiene
esas inquietudes. Me confesó que cuando él miraba las estrellas lo que
pensaba es “esa estrella me cae bien porque parece que me está guiñando un
ojo, pero esa otra es una sosa, tremendamente aburrida…”. Y a los
cinco minutos sólo quería irse a tomar una cerveza. Reconozco que en ese
momento pensé que no podíamos ser de la misma especie, que igual yo era
muy rara. Bueno, no, pensé que él era muy raro, pero le tenía cariño. Y gracias
a él entendí que la física convive con nosotros pero que, si te dejas
llevar, puedes ser muy feliz aprovechándote de ella sin plantearte cómo
funciona. Leche fría, minuto de microondas, magia, leche caliente. Pero si no
hubiera gente como nosotros, gente que mete la báscula en el ascensor para ver
cómo cambia tu peso aparente, mi novio periodista seguiría bebiendo la
leche fría (cosa que a veces le deseo por lo mucho que se ha reído de mi
experimento con la báscula).
Así que el
resto de mi vida me empeñé en buscar explicaciones a tantas cosas que podrían
considerarse magia. Creo que eso es a lo que se dedica un físico si
consigue tener un poco de suerte: a intentar descubrir las leyes que
gobiernan la naturaleza.
He tenido
muchas veces una típica discusión con colegas científicos sobre si es más
puro el conocimiento de las matemáticas que el de la física. Pero supongo que
hay un gen materialista en mí y considero que, hasta que no se valida la teoría
con la realidad pura y dura, el valor de la misma es muy limitado. Ello explica
que haya acabado siendo física experimental y, aunque la física teórica me
parece apasionante, nada garantiza que esa bella teoría de donuts en 11
dimensiones tenga más que ver con la realidad que lo de las mitocondrias de
StarWars… ¡salvo que un experimento así lo demuestre! Y más allá, que
emocionante es que un experimento te desvele un nuevo tipo de donut en el que
nunca había pensado nadie antes.
Uno de los
descubrimientos más importantes que uno hace cuando estudia Físicas es que el
mundo es bello. Las teorías son bellas. La naturaleza tiende a hacer las cosas
lo más sencillas posibles y todo es lo más bonito que uno pueda imaginar.
Lo bueno de la
física es que cuando intentas responder a una de las preguntas más ambiciosas
del mundo, la ya comentada cómo funcionan todas las cosas, las variantes
son infinitas y cada día te encuentras resolviendo un determinado tipo de
problema: cómo encajar los continentes como si fueran un puzzle, cómo construir
un coche que levite, cómo construir un comedero de tortugas automático con esos
relés que has conseguido por ahí, cómo sacar energía eléctrica de las olas,
cuál es la edad del universo… En fin, la mayoría de la gente que te conoce
piensa que estás mal de la cabeza, pero tu tortuga te está eternamente
agradecida (al menos la mía lo estuvo).
Habrá momentos
de duda, en las que necesites algo menos abstracto. Puede que empieces a
dedicarte a algo más concreto y tu vida te lleve a fabricar radios con el
último condensador que pillas por ahí. Y, claro, acabas pensando que una
ingeniería de telecomunicaciones o electrónica te va a ir más. A mí me pasó.
Hubo un par de años que hice una ingeniería de segundo grado en electrónica,
coqueteos de la vida. Pero, claro, es que resulta tremendamente atractivo
cómo se fabricaban los demultiplexores y se construye la lógica digital de
nuestros ordenadores. Resulta que su funcionamiento tiene sentido y es muy
entretenido, un sudoku muy friki.
Pero, al
final, tuve que volver a la física. No lo pude evitar. Quedaban muchas
respuestas en el universo a las que buscar explicación y, sobre todo, hay
algunas, las que se engloban dentro de la investigación básica, que tienen un
atractivo indescriptible. Casualmente, son cosas que no afectan mucho a tu día
a día. No hacen que tardes menos en llegar al trabajo, no te quitan el
calor en verano, ni te van a ayudar demasiado a ligar en los bares al sacar el
tema… pero si te has quedado enganchado con preguntas como por qué la velocidad
de rotación de las galaxias parece no cumplir las leyes de Newton
(la típica duda), si será posible que esas estrellas lejanas estén
hechas de antimateria o por qué la masa de la partícula top parece ser la suma
de la masa del W y del Z (no entiendo cómo Netflix no ha hecho aún una
serie de esto), es que la física de partículas está llamando a las puertas de
tu mente y es difícil escapar. Avisado quedas.
Y eso también
es lo bonito, se trata de intentar responder todas las preguntas del universo.
Ahí, sin ambición.
Ser físico no
es como ser bombero, que está claro que te vas a dedicar a apagar fuegos. Ser
físico es, tratar de resolver una nueva pregunta hoy, fabricar un
ordenador cuántico, medir la velocidad de los neutrinos, descubrir un nuevo
planeta… Soñar cosas imposibles y hacerlas posibles.
Es un
objetivo tan ambicioso, tan inabarcable, que en algún momento tienes
que asumir que debes centrarte en algo (y ganar algo de dinero). Muchas
veces es el propio camino el que te lleva a tu destino sin que te des
cuenta. Hay tantas preguntas por resolver, que son las propias preguntas las
que te acaban dando una respuesta. Mi respuesta acabó siendo participar en el
descubrimiento del bosón de Higgs. No está mal, acabo dando un Nobel.
Fig. 2. Imagen de un evento reconstruido en el detector CMS
procedente de una desintegración del bosón de Higgs
producido en las colisiones de protones del LHC del CERN.
procedente de una desintegración del bosón de Higgs
producido en las colisiones de protones del LHC del CERN.
La vuestra
puede ser, cualquier otra. Hay infinitas. Lo mismo descubrís cómo
teletransportarnos (de una maldita vez), cómo crear filetes con la impresora 3D
o cómo eliminar los residuos radioactivos.
Así que, ¿por
qué ser físico? Primero, porque te gusta y bueno, también porque alguien tendrá
que explicar cómo funciona todo esto y por qué sigue de pie la
Barbie.
Cristina Fernández Bedoya
Doctora
en Ciencias Físicas
CIEMAT (Centro de
Investigaciones Energéticas Medioambientales y Tecnológicas)
Escucha música mientras lees.
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