Y yo quiero ser...Cristalógrafo
(Por Martín Martínez-Ripoll)
Aún recuerdo cuando en una clase del primer año de licenciatura, un decidido profesor de geología hacía girar un taco de madera que sostenía entre dos dedos de su mano. El sólido que mostraba estaba tallado en forma de octaedro (Fig. 1), y dándole vueltas trataba inútilmente de que entendiéramos el significado de frases parecidas a “…y esta es la cara uno, uno, cero…”. Un compañero, más perspicaz que yo, insinuó que debía de tratarse de alguna explicación sobre algo que parecía estar relacionado con los cristales. Pero mirando de reojo a las desvencijadas cristaleras de las ventanas de la Facultad nos preguntamos ¿de qué cristales estaría hablando? Finalmente pudimos deducir que todo aquello probablemente estaría relacionado con los minerales pero, en cualquier caso, el asunto pasó al sueño de los justos durante el resto de la licenciatura. Curiosidades del destino… pasados aquellos años, aquel joven estudiante de química acabó el resto de su vida conquistado, no por los tacos de madera o por las frases enigmáticas, sino por algo tan atractivo y potente, tan antiguo y tan moderno, como es la ciencia que estudia los cristales, la Cristalografía. Veamos pues de qué cristales hablaba aquel profesor, cuál es la magia e importancia que encierran, y dónde se pueden encontrar, ya que precisamente es en las “cristalerías” en donde no venden cristales.
¿Qué son los cristales, qué es la cristalografía y para qué sirve?
La cristalografía es la ciencia que estudia los cristales. Hoy sabemos que los cristales están hechos de átomos, moléculas y/o iones que se apilan ordenadamente, y con cierta simetría, en las tres direcciones del espacio, tal y como en ocasiones se ven las piezas de fruta en un mercado (Fig. 2). Estos modos de empaquetamiento y repetición internos provocan en los cristales diferentes tipos de hábitos (formas externas), que en el caso de los minerales, y desde hace miles de años, llamaron la atención por sus propiedades y colores. Muy probablemente esta aclaración ya le habrá servido al lector para darse cuenta de que, cuando llamamos “cristales” a los materiales que cierran nuestras ventanas, cometemos un error. Esta perversión lingüística hay buscarla en el hecho de que en el siglo I d.C. los antiguos romanos usaban grandes cristales del mineral Lapis specularis (el nombre en latín para los cristales de yeso trasparente), exfoliados en láminas, para cerrar las ventanas de sus invernaderos. Y es que esta forma deshidratada del sulfato de calcio, debido a su transparencia, gran tamaño y planaridad, se extraía en grandes cantidades de las minas de Segóbriga (España). Los mal llamados cristales de las ventanas de hoy son realmente vidrios, materiales cuyos átomos apenas muestran orden de apilamiento en su interior.
Fig. 2. El apilamiento ordenado de objetos (naranjas, átomos, o moléculas) genera formas externas llamativas.
Los cristales representan la forma más estable de la materia. Los encontramos en toda la Naturaleza, desde los minerales hasta en la nieve o los huesos, o los usamos en la memoria de nuestros teléfonos, el fuselaje de los aviones, el chocolate, los fármacos, y en general en casi cualquier tipo de materia. Con las primeras herramientas que se desarrollaron durante el siglo XX alrededor de esta ciencia, la cristalografía pasó del estudio de la morfología y simetría de los cristales a ser la herramienta fundamental para averiguar la estructura intima de la materia, sea ésta viva o inanimada. Conocer la estructura interna de la materia significa averiguar las posiciones de todos los átomos que la forman y determinar sus modos de unión, generalmente en forma de agrupaciones atómicas que conocemos con el nombre de moléculas. La estructura tridimensional, atómica y molecular, de la materia genera un conocimiento muy valioso que es utilizado por químicos, físicos, biólogos, bioquímicos y muchos otros investigadores, pues esta información permite no sólo comprender las propiedades de la materia, sino también modificarlas para nuestro beneficio (Fig. 3).
Fig. 3. Sólo después de que por medio de la cristalografía se pudiera determinar la estructura molecular de la penicilina (1945), los químicos pudieron abordar su síntesis, consiguiendo así salvar millones de vidas.
¿Y cómo se consigue todo esto? ¿Hay una luz capaz de dejarnos ver el interior de los cristales?
Asomarse al interior de un cristal no deja de ser una experiencia parecida a la del astrofísico que, por primera vez, ve una galaxia que nadie vio antes. Y aunque el mundo que explora el cristalógrafo no mire hacia el cielo, y sea de dimensiones cien millones de veces más pequeñas que un garbanzo, ¡es realmente mágico! En él flotan los átomos, como si de astros se tratara, unidos por fuerzas de muy diversa naturaleza, dando lugar a empaquetamientos y formas caprichosas que llamamos moléculas, a veces giradas unas respecto de otras, y en ocasiones como asomadas a un espejo. Pero la magia no reside exclusivamente en la observación de las formas de este microcosmos, sino también en el camino que conduce a su descubrimiento.
Salvo en el caso de los minerales, el trabajo del cristalógrafo comienza con la obtención de cristales, un proceso no siempre sencillo, pero especialmente delicado en el caso de la materia animada, como las proteínas y los enzimas, pues estas sustancias generan cristales que pueden contener hasta un 80% de agua en su interior. Es realmente sorprendente comprobar que tras experimentar con diferentes condiciones, como por ejemplo añadiendo determinadas sales, o cambiando el pH, una gota de una disolución de una macromolécula se llena de diminutos cristales, con caras y aristas perfectamente delimitadas, aunque extremadamente frágiles. Pero lo más llamativo comienza a partir de aquí, pues es necesario disponer de algún artilugio capaz de escudriñar el interior de uno de esos cristales. El proceso que nos permite dicha incursión fue descubierto en 1912, hace algo más de cien años, por un científico alemán, Max von Laue, que tuvo la brillante idea de iluminar un cristal de sulfato de cobre con una luz cuya naturaleza nadie conocía, los rayos X, descubiertos años antes (1895) por otro alemán, Wilhelm Conrad Röntgen. El resultado de aquel experimento mató dos pájaros de un tiro; puso de manifiesto que los rayos X eran de naturaleza ondulatoria (como lo es la luz visible) y que dichas ondas eran capaces de dispersarse de modo muy especial a través de los cristales, lo cual demostraba que éstos constituían un medio ordenado que hacía las veces de rendijas dispersoras. El orden interno de los cristales provoca que la dispersión de los rayos X sea cooperativa y este fenómeno, conocido con el nombre de difracción, da lugar a cientos, miles, y cientos de miles de ennegrecimientos en una placa fotográfica.
Pero una vez obtenido el patrón de difracción, es cuando debe de producirse un supuesto milagro, pues el cristalógrafo necesita virtualmente “recorrer el camino inverso” que viajan los rayos X cuando van desde el cristal hasta la placa fotográfica (el detector). El grave problema que se plantea es que retroceder ese camino es como tratar de resolver un puzle con cientos, miles y cientos de miles de piezas que no disponen de dibujo y apenas de perfil (Fig. 4). Los haces de rayos X difractados (ondas) llegan al detector, unos respecto a otros, en un estado de vibración que no podemos medir experimentalmente. Son las matemáticas a través de la denominada “transformada de Fourier” la que, mediante ingeniosos procedimientos, nos permite finalmente llegar al punto de partida, al interior del cristal, y descubrir todos los detalles de ese mundo microscópico en donde “viven” los átomos y las moléculas.
Fig. 4. Descubrir la estructura de los cristales es como resolver un puzle con piezas que no contienen dibujos.
De este modo, la cristalografía, con la ayuda de los rayos X, resulta ser como una “lupa mágica” capaz de desvelar el interior de la materia. ¡Pero tampoco concluye aquí la tarea del cristalógrafo! Al margen de la satisfacción que supone haber desvelado la forma y dimensiones de las moléculas, o del ordenamiento interno de un cristal, el último desafío consiste no sólo en analizar esas estructuras, sino en comprenderlas y sugerir pequeños cambios en dichas estructuras para mejorar sus propiedades físicas y químicas, incluyendo su actividad biológica. Gracias al ingente conocimiento que nos proporciona la cristalografía (que hasta la fecha ya ha generado hasta 29 Laureados Nobel) somos capaces de producir materiales con propiedades prediseñadas, desde catalizadores para una reacción química de interés industrial, hasta pasta de dientes, placas de vitrocerámica, materiales de gran dureza para uso quirúrgico, o determinados componentes de los aviones, por poner algunos ejemplos. Más aún, la cristalografía nos proporcionó los secretos del ADN, el llamado código genético. Podemos aumentar la resistencia de las plantas frente al deterioro medioambiental y diseñamos fármacos capaces de interaccionar con las proteínas, las máquinas de la vida. Somos capaces de comprender, modificar o inhibir enzimas implicados en procesos fundamentales de la vida y muy importantes para los mecanismos de señalización que ocurren en el interior de nuestras células, como el cáncer. También gracias a la cristalografía hemos conocido la estructura del ribosoma, la mayor fábrica de proteínas de nuestras células, y podemos entender el funcionamiento de los antibióticos y modificar su estructura molecular para mejorar su eficacia. De la estructura de enzimas producidas por ciertos virus (Fig. 5), hemos aprendido cómo combatir bacterias con alta resistencia a antibióticos, y ya somos capaces de desentrañar las sutiles maquinarias de defensa que han desarrollado estos gérmenes, con lo que no es un sueño pensar que podremos combatirlos con herramientas alternativas a los antibióticos.
Fig. 5. Estructura molecular de LytC, una enzima de la bacteria Streptococcus pneumoniae.
El lector interesado debería consultar el portal dedicado a la enseñanza de esta disciplina [1], y adicionalmente, si le resulta más agradable el contacto con el papel, le remitimos a un ensayo reciente [2].
A modo de conclusión
La cristalografía es probablemente una de las disciplinas científicas más transversal o pluridisciplinar, amén de útil para la ciencia actual. Necesita de las matemáticas y de la física para comprender la naturaleza repetitiva de los cristales y para interpretar el fenómeno de la difracción de los rayos X, y al demostrar la indiscutible relación existente entre la estructura tridimensional de los materiales y sus propiedades, la cristalografía contribuye decisivamente al avance de la química, la física aplicada, la ciencia de materiales, la geología, la bioquímica, la biología molecular y la biomedicina. ¡Apúntate!
Referencias:
[1] F.H. Cano, M. Martínez-Ripoll, “Cristalografía-Crystallography”, Web para la enseñanza de la Cristalografía.
[2] M. Martínez-Ripoll, J.A. Hermoso, A. Albert (coord.), “A través del cristal. Cómo la cristalografía ha cambiado la visión del mundo”, CSIC-Catarata (2014), 196 págs., ISBN: 978-84-00-09800-1.
Martín Martínez-Ripoll
Doctor en Ciencias Químicas
Profesor de Investigación Ad Honorem, Instituto de Química-Física “Rocasolano”, CSIC
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