lunes, 15 de enero de 2018

Yo quiero ser Física o Bióloga - Susanna Manrubia

Y yo quiero ser...Física. O bióloga…No, ¡física mejor! ¿O mejor bióloga?
(Por Susanna Manrubia)


Escucha música mientras lees, vete al final.

Nunca me ha resultado fácil escoger entre dos cosas que aprender, porque la elección implica que me voy a perder una. Y, en mi experiencia, todo tema en el que se profundiza es de potencial interés, despierta la curiosidad y puede desembocar en interminables pero deliciosos ratos dedicados a su estudio. Aunque, claro, también existen las preferencias innatas: desde pequeña sabía que mi inclinación tendía a la parte científica (eso a pesar de que me fascinan las lenguas y me disgustó verme obligada a renunciar a la asignatura de griego clásico cuando tuve que escoger ciencias…). Convertirse en profesional de cualquier cosa es como avanzar en el jardín de senderos que se bifurcan, puesto que las decisiones se multiplican y no hacen más que estrechar el camino –o eso pareciera—. Nunca habría querido tener que elegir entre una ciencia y otra: si hubiera nacido en el siglo XIX habría sido naturalista. Siempre me he sentido especialmente atraída por una existencia bucólica donde la observación y la reflexión constantes sobre la naturaleza son las que proporcionan deleite y conocimiento. ¿Quién no querría tener una colección de fósiles y minerales, un herbario extenso, mapas celestes, cráneos, egagrópilas y plumas de todas las especies, árboles petrificados, conchas de los mares del mundo? Eso me preguntaba yo de niña, cuando mi idea romántica de la ciencia era un gabinete de las maravillas alojado en una enorme biblioteca en madera con olor a libro viejo, noches estrelladas pasadas al raso y algún que otro viaje exótico que me permitiera aumentar mis colecciones.
Fig. 1. "Musei Wormiani Historia", frontispicio del Museum Wormianum que representa el cuarto de las curiosidades de Ole Worm. Fuente: Wikipedia.

Pero seamos realistas: de haber nacido en el siglo XIX no habría existido la más remota posibilidad de cumplir ese sueño. Los entretenimientos de la filosofía natural estaban vetados a las mujeres y a la inmensa mayoría de los hombres. Hace doscientos años no era habitual tener educación superior, muchas veces reservada a unos pocos pertenecientes a familias acomodadas o nobles. Entre estos afortunados se contaban hombres que han pasado a la historia como Charles Darwin, Alexander von Humboldt, Jean-Baptiste Lamarck o Francis Galton.

Mi vocación innata, sin embargo, tampoco parecía tener demasiada cabida en el siglo XX, cuando ya todas las ciencias y las ramas del saber estaban etiquetadas y tenían sus ámbitos de estudio definidos. Esta situación perdura, si bien vivimos un renovado interés en aspectos interdisciplinares que parece estar aumentando entrado el siglo XXI. No deja de resultar curioso, porque bien pensado parece que dividir el conocimiento en áreas es como poner puertas al campo. Volviendo a las decisiones que hube de ir tomando, yo esperé casi al último día antes de escoger carrera, y al final puse física en primer lugar. La biología ocupó el segundo lugar, justo detrás porque no podía colocarla al lado. Y después escogí Ingeniería de Telecomunicaciones, que era lo que iba a estudiar mi mejor amiga. Como cualquier otra persona, yo vivía y vivo en comunidad y en relación con otros. Las decisiones vitales son un compromiso entre la cabeza y el corazón, entre la parte racional y la emocional, diría que de manera inconsciente intentamos escoger lo que creemos que va a hacernos más felices.

Acabé los cinco cursos de Física (especialidad en Física Teórica) en otros tantos años. Mi expediente no fue brillante, pero durante ese lustro hice otras muchas cosas, como aprender idiomas, trabajar en el Museo de la Ciencia de Barcelona (ahora CosmoCaixa), empezar la carrera de Biología y leer muchísimo, especialmente ciencia ficción y libros de ensayo escritos por autores que han dejado una huella indeleble en mí, como Isaac Asimov, Stephen Jay Gould o Gerald Durrell. También aprendí mejor qué significa la física y fui interesándome por aspectos más fundamentales. Tanto la relatividad como la física cuántica son fascinantes, así como los formalismos matemáticos que permiten comprender de manera cuantitativa la organización y el funcionamiento de muchos sistemas físicos, entendidos en su sentido más clásico.

Acabé la carrera y tuve mucha suerte con las personas que me rodearon aquellos cuatro años que siguieron a la licenciatura. Mi director de tesis era (es) físico y biólogo, e hice la tesis en coincidencia espacial y temporal con un informático, un físico y un biólogo. Fueron años apasionantes, aprendí mucho de todos ellos y juntos exploramos lo que entonces empezaba a llamarse Sistemas Complejos. Simplificando, podría decirse que las ciencias de la complejidad usan la mirada y la forma de análisis de la física para abordar el estudio de problemas en otras disciplinas, entre las cuales la economía, la biología, las neurociencias o la sociología. Aprendí sobre dinámica caótica, objetos fractales, criticalidad auto-organizada, propiedades emergentes, efectos colectivos, organización no supervisada, teoría de la información, sincronización y muchos otros temas fascinantes que no se enseñaban en ninguna carrera. No fueron, por otra parte, años fáciles: hasta el último año de mi tesis no tuvimos financiación en el grupo de investigación, compartimos un único ordenador (un 386, probablemente menos potente que cualquier Smartphone actual) y, como mi expediente no era suficientemente bueno, no conseguí una beca para hacer la tesis. ¡Pero me doctoré con una tesis sobre auto-organización en ecología y macroevolución!

La forma de trabajar de aquellos años me ha marcado profundamente. También descubrí un aspecto no siempre destacado de la vida del investigador: los viajes. Parte de mi trabajo había versado sobre la formación de estructuras espaciales en selvas tropicales, para lo que usamos datos recopilados en una zona de acceso restringido de la isla de Barro Colorado, en el canal de Panamá. Por una serie de circunstancias, acabé visitando esa isla invitada por el Instituto Smithsonian. Nunca olvidaré un martes en el que estuve navegando por el Surumoni, un río de aguas negras afluente del Orinoco, acompañando a uno de los investigadores locales a recoger semillas de las trampas que había colocado estratégicamente. Hay experiencias que el dinero no puede comprar, y la ciencia me ha proporcionado un buen número de ellas.

Tras mi doctorado realicé una estancia postdoctoral de cuatro años en Alemania, y después volví a España para trabajar como investigadora en el Centro de Astrobiología, en Madrid, recientemente inaugurado entonces. Allí pasé trece años hasta que me trasladé al Centro Nacional de Biotecnología, donde estoy desde el año 2014. Mi actividad principal sigue siendo el estudio de sistemas biológicos usando la mirada del físico y técnicas de modelización, computacionales y matemáticas. Con el pasar de los años he descubierto que lo que más me interesa es la evolución y los mecanismos que la permiten, y que ese tema vertebra todas mis contribuciones profesionales. Empecé en la macroevolución, pasé por la ecología y la dinámica de poblaciones y desde hace más de una década me intereso por la evolución molecular. Me gustaría hacer el camino de vuelta, y regresar al estudio de los patrones de extinción y especiación a gran escala conociendo mejor las bases moleculares de la adaptación. Intento siempre que todos los aspectos teóricos y formales que trato estén fundamentados en observaciones empíricas.

No tengo un perfil convencional ni hago investigación fácilmente clasificable. Tampoco sé muy bien cómo se llega a hacer lo que yo hago, creo que en mi caso es el resultado de una trayectoria muy personal. Me lleva un rato explicar a qué me dedico, no puedo condensarlo en dos frases, y eso en ocasiones confunde a quien pregunta. Pero para mí tiene todo el sentido. He tenido suerte, pero también he asumido riesgos. Por naturaleza disfruto estando fuera de la zona de confort, en centros donde mi investigación es distinta o incluso rara, pero donde los retos intelectuales y el aprendizaje son continuos. Tras veinticinco años dedicada a la ciencia, ¿me atrevería a dar algún consejo? Pocos: el camino a seguir es una elección personal. Ser un profesional de la investigación ni es fácil ni te hace rico, pero yo no cambiaría esta vida por ninguna otra. He visto lugares que de otra forma habría tenido vetados, conocido a personas de países de todo el mundo con las que he descubierto mayor afinidad que con muchos vecinos y, sobretodo, puedo aprender todos los días. Muchas veces me han preguntado para qué sirve lo que yo hago, y tengo dos respuestas. Si bien la ciencia básica no siempre puede aplicarse inmediatamente, el avance del conocimiento es imprescindible para fundamentar cualquier novedad susceptible de ser aplicada en un futuro. Por otra parte, pienso que el conocimiento per se tiene un valor intrínseco, igual que el arte o la literatura. En nuestras múltiples dimensiones como humanos no podemos reducir nuestro bienestar a la mejora de la medicina o de la tecnología. También saber cómo se comporta la naturaleza y conocer el porqué de las cosas nos proporciona satisfacción, mejora nuestra calidad de vida y, en suma, nos hace más felices.

Susanna Manrubia
Doctora en Física
Centro Nacional de Biotecnología (CSIC), Madrid

Escucha música mientras lees.


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