Y yo quiero ser...Física. O bióloga…No, ¡física
mejor! ¿O mejor bióloga?
(Por
Susanna Manrubia)
Nunca me ha
resultado fácil escoger entre dos cosas que aprender, porque la elección
implica que me voy a perder una. Y, en mi experiencia, todo tema en el que se
profundiza es de potencial interés, despierta la curiosidad y puede desembocar
en interminables pero deliciosos ratos dedicados a su estudio. Aunque, claro,
también existen las preferencias innatas: desde pequeña sabía que mi
inclinación tendía a la parte científica (eso a pesar de que me fascinan las
lenguas y me disgustó verme obligada a renunciar a la asignatura de griego
clásico cuando tuve que escoger ciencias…). Convertirse en profesional de
cualquier cosa es como avanzar en el jardín de senderos que se bifurcan, puesto
que las decisiones se multiplican y no hacen más que estrechar el camino –o eso
pareciera—. Nunca habría querido tener que elegir entre una ciencia y otra: si
hubiera nacido en el siglo XIX habría sido naturalista. Siempre me he sentido
especialmente atraída por una existencia bucólica donde la observación y la
reflexión constantes sobre la naturaleza son las que proporcionan deleite y
conocimiento. ¿Quién no querría tener una colección de fósiles y minerales, un
herbario extenso, mapas celestes, cráneos, egagrópilas y plumas de todas las
especies, árboles petrificados, conchas de los mares del mundo? Eso me
preguntaba yo de niña, cuando mi idea romántica de la ciencia era un gabinete
de las maravillas alojado en una enorme biblioteca en madera con olor a libro
viejo, noches estrelladas pasadas al raso y algún que otro viaje exótico que me
permitiera aumentar mis colecciones.
Fig. 1. "Musei Wormiani
Historia", frontispicio del Museum Wormianum que representa el cuarto de
las curiosidades de Ole Worm. Fuente: Wikipedia.
Pero seamos
realistas: de haber nacido en el siglo XIX no habría existido la más remota
posibilidad de cumplir ese sueño. Los entretenimientos de la filosofía natural
estaban vetados a las mujeres y a la inmensa mayoría de los hombres. Hace
doscientos años no era habitual tener educación superior, muchas veces
reservada a unos pocos pertenecientes a familias acomodadas o nobles. Entre
estos afortunados se contaban hombres que han pasado a la historia como Charles
Darwin, Alexander von Humboldt, Jean-Baptiste Lamarck o Francis Galton.
Mi vocación
innata, sin embargo, tampoco parecía tener demasiada cabida en el siglo XX,
cuando ya todas las ciencias y las ramas del saber estaban etiquetadas y tenían
sus ámbitos de estudio definidos. Esta situación perdura, si bien vivimos un
renovado interés en aspectos interdisciplinares que parece estar aumentando
entrado el siglo XXI. No deja de resultar curioso, porque bien pensado parece
que dividir el conocimiento en áreas es como poner puertas al campo. Volviendo
a las decisiones que hube de ir tomando, yo esperé casi al último día antes de
escoger carrera, y al final puse física en primer lugar. La biología ocupó el
segundo lugar, justo detrás porque no podía colocarla al lado. Y después escogí
Ingeniería de Telecomunicaciones, que era lo que iba a estudiar mi mejor amiga.
Como cualquier otra persona, yo vivía y vivo en comunidad y en relación con
otros. Las decisiones vitales son un compromiso entre la cabeza y el corazón,
entre la parte racional y la emocional, diría que de manera inconsciente
intentamos escoger lo que creemos que va a hacernos más felices.
Acabé los
cinco cursos de Física (especialidad en Física Teórica) en otros tantos años.
Mi expediente no fue brillante, pero durante ese lustro hice otras muchas cosas,
como aprender idiomas, trabajar en el Museo de la Ciencia de Barcelona (ahora
CosmoCaixa), empezar la carrera de Biología y leer muchísimo, especialmente
ciencia ficción y libros de ensayo escritos por autores que han dejado una
huella indeleble en mí, como Isaac Asimov, Stephen Jay Gould o Gerald Durrell.
También aprendí mejor qué significa la física y fui interesándome por aspectos
más fundamentales. Tanto la relatividad como la física cuántica son
fascinantes, así como los formalismos matemáticos que permiten comprender de
manera cuantitativa la organización y el funcionamiento de muchos sistemas
físicos, entendidos en su sentido más clásico.
Acabé la
carrera y tuve mucha suerte con las personas que me rodearon aquellos cuatro
años que siguieron a la licenciatura. Mi director de tesis era (es) físico y
biólogo, e hice la tesis en coincidencia espacial y temporal con un
informático, un físico y un biólogo. Fueron años apasionantes, aprendí mucho de
todos ellos y juntos exploramos lo que entonces empezaba a llamarse Sistemas
Complejos. Simplificando, podría decirse que las ciencias de la complejidad
usan la mirada y la forma de análisis de la física para abordar el estudio de
problemas en otras disciplinas, entre las cuales la economía, la biología, las
neurociencias o la sociología. Aprendí sobre dinámica caótica, objetos
fractales, criticalidad auto-organizada, propiedades emergentes, efectos
colectivos, organización no supervisada, teoría de la información,
sincronización y muchos otros temas fascinantes que no se enseñaban en ninguna
carrera. No fueron, por otra parte, años fáciles: hasta el último año de mi
tesis no tuvimos financiación en el grupo de investigación, compartimos un
único ordenador (un 386, probablemente menos potente que cualquier Smartphone
actual) y, como mi expediente no era suficientemente bueno, no conseguí una
beca para hacer la tesis. ¡Pero me doctoré con una tesis sobre auto-organización
en ecología y macroevolución!
La forma de
trabajar de aquellos años me ha marcado profundamente. También descubrí un
aspecto no siempre destacado de la vida del investigador: los viajes. Parte de
mi trabajo había versado sobre la formación de estructuras espaciales en selvas
tropicales, para lo que usamos datos recopilados en una zona de acceso
restringido de la isla de Barro Colorado, en el canal de Panamá. Por una serie
de circunstancias, acabé visitando esa isla invitada por el Instituto
Smithsonian. Nunca olvidaré un martes en el que estuve navegando por el
Surumoni, un río de aguas negras afluente del Orinoco, acompañando a uno de los
investigadores locales a recoger semillas de las trampas que había colocado
estratégicamente. Hay experiencias que el dinero no puede comprar, y la ciencia
me ha proporcionado un buen número de ellas.
Tras mi
doctorado realicé una estancia postdoctoral de cuatro años en Alemania, y
después volví a España para trabajar como investigadora en el Centro de
Astrobiología, en Madrid, recientemente inaugurado entonces. Allí pasé trece
años hasta que me trasladé al Centro Nacional de Biotecnología, donde estoy
desde el año 2014. Mi actividad principal sigue
siendo el estudio de sistemas biológicos usando la mirada del físico y técnicas
de modelización, computacionales y matemáticas. Con el pasar de los años he
descubierto que lo que más me interesa es la evolución y los mecanismos que la
permiten, y que ese tema vertebra todas mis contribuciones profesionales.
Empecé en la macroevolución, pasé por la ecología y la dinámica de poblaciones
y desde hace más de una década me intereso por la evolución molecular. Me
gustaría hacer el camino de vuelta, y regresar al estudio de los patrones de
extinción y especiación a gran escala conociendo mejor las bases moleculares de
la adaptación. Intento siempre que todos los aspectos teóricos y formales que
trato estén fundamentados en observaciones empíricas.
No tengo un
perfil convencional ni hago investigación fácilmente clasificable. Tampoco sé
muy bien cómo se llega a hacer lo que yo hago, creo que en mi caso es el
resultado de una trayectoria muy personal. Me lleva un rato explicar a qué me
dedico, no puedo condensarlo en dos frases, y eso en ocasiones confunde a quien
pregunta. Pero para mí tiene todo el sentido. He tenido suerte, pero también he
asumido riesgos. Por naturaleza disfruto estando fuera de la zona de confort,
en centros donde mi investigación es distinta o incluso rara, pero donde los
retos intelectuales y el aprendizaje son continuos. Tras veinticinco años
dedicada a la ciencia, ¿me atrevería a dar algún consejo? Pocos: el camino a
seguir es una elección personal. Ser un profesional de la investigación ni es
fácil ni te hace rico, pero yo no cambiaría esta vida por ninguna otra. He
visto lugares que de otra forma habría tenido vetados, conocido a personas de
países de todo el mundo con las que he descubierto mayor afinidad que con
muchos vecinos y, sobretodo, puedo aprender todos los días. Muchas veces me han
preguntado para qué sirve lo que yo hago, y tengo dos respuestas. Si bien la
ciencia básica no siempre puede aplicarse inmediatamente, el avance del
conocimiento es imprescindible para fundamentar cualquier novedad susceptible
de ser aplicada en un futuro. Por otra parte, pienso que el conocimiento per se
tiene un valor intrínseco, igual que el arte o la literatura. En nuestras
múltiples dimensiones como humanos no podemos reducir nuestro bienestar a la
mejora de la medicina o de la tecnología. También saber cómo se comporta la
naturaleza y conocer el porqué de las cosas nos proporciona satisfacción,
mejora nuestra calidad de vida y, en suma, nos hace más felices.
Susanna Manrubia
Doctora
en Física
Centro Nacional de
Biotecnología (CSIC), Madrid
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