Y yo quiero ser...Genetista
(Por
Carmen Espinós Armero)
A mediados del
siglo XIX, Gregor Mendel estableció las leyes de la herencia de caracteres con
sencillos experimentos usando guisantes. Casi un siglo después, en 1944, Oswald
T. Avery, Colin McLeod y Maclyn McCarty aislaron el DNA como material genético,
determinando así que el DNA es la molécula crucial de la herencia. Una década
más tarde, Jim Watson, Francis Crick y Rosalind Franklin describieron la
estructura de doble hélice del DNA y en 1961, finalmente se concluyó que el
código genético se ordena por tripletes, gracias al trabajo de varios
investigadores: George Gamow postuló que el código genético estaba formado por
tripletes de bases nitrogenadas (adenina, timina, citosina, guanina) a partir
de las que se formaban los veinte aminoácidos constituyentes de las proteínas;
Marshall Nirenberg y su equipo publicaron en 1961 la primera asociación entre
codón de triplete de bases y aminoácido. Trabajo que fue continuado por otros investigadores
gracias a los cuales, se establece cómo a partir de cuatro bases nitrogenadas
se construye el código genético, y a partir de éste, somos capaces de entender
cómo alteraciones de estas bases modifican la secuencia de un gen y pueden
causar enfermedades humanas. La fascinación que me produjo descubrir y entender
cómo el cambio de una base por otra, algo tan minúsculo, puede producir que una
persona padezca una enfermedad, determinó que yo sea genetista.
En
este sentido, y también debido a las oportunidades que la vida te da, siempre
me interesó entender el porqué de las enfermedades monogénicas. A grandes
rasgos, podemos considerar dos tipos de herencia: herencia compleja o
poligénica y herencia mendeliana o monogénica. En el primer caso, el resultado
viene condicionado por una combinación concreta de cambios en el genoma más o
menos complejos, cuando estas variantes del DNA de forma aislada no parecen
contribuir al desarrollo de un rasgo específico. Pertenecen a este tipo de
herencia rasgos tales como la altura, y la mayoría de enfermedades comunes como
por ejemplo, la celiaquía o la enfermedad de Alzheimer. En cambio, un carácter
mendeliano viene establecido por un único gen y éste podría resultar defectuoso
sencillamente porque en un punto concreto de su secuencia se produce una
mutación y por ejemplo, una adenina pasa a ser una guanina, modificando el
código correcto de la secuencia de aminoácidos (Fig. 1). Y sólo ese cambio, esa
mutación, puede hacer que un niño nazca con una grave enfermedad
neurodegenerativa. Así, es un rasgo monogénico con herencia dominante la
capacidad para poner la lengua en forma de U, y pertenecen a este tipo de
herencia la gran mayoría de enfermedades raras, entre las que encontramos la
enfermedad de Wilson o cada una de las formas clínicas de la enfermedad con
neurodegeneración con acumulación de hierro en cerebro (ENACH). Teniendo en
cuenta que el genoma humano tiene un tamaño aproximado de 3.200 millones de
pares de bases de DNA distribuidos en los 23 pares de cromosomas, y que
contiene alrededor de 25.000 genes, al menos a mí no deja de sorprenderme que
algunas mutaciones tengan unas consecuencias tan nefastas en una persona,
privándole del desarrollo de una vida normal e incluso, ocasionándole la muerte
a edad temprana. Y estamos hablando de una pequeña molécula que ha sido cambiada
en una única posición de nuestro genoma que por otro lado, es inmenso.
Fig. 1. La mutación de una única base en la secuencia de DNA puede conducir al desarrollo de una enfermedad monogénica. Dibujo amablemente cedido por Julia Sánchez González.
Identificar la
mutación que produce una enfermedad es sinónimo de determinar con exactitud
cuál es la causa de la enfermedad. El diagnóstico genético es definitivo y
certero. Pese a que en muchas ocasiones, ello no implique la cura del paciente,
ni tan siquiera la aplicación de un tratamiento específico para la enfermedad,
el hecho de poner nombre y apellidos al cuadro clínico que padece el paciente
puede significar mucho. Hay que tener en cuenta que mayoritariamente las
enfermedades monogénicas son raras y lograr para uno de estos pacientes el
diagnóstico puede suponer un periplo de años, con el desánimo que supone ver
cómo la enfermedad progresa y ni siquiera se sabe de qué afectación se trata.
Saber con certeza qué enfermedad se padece, al menos debiera permitir conocer
cuál va a ser la evolución de ésta y establecer una terapia, aunque sea
meramente paliativa. Además, permite el consejo genético para familiares, la
detección de individuos portadores y asintomáticos, y con ello posibilita una
mejor planificación de la vida familiar (Fig. 2).
Como ya
comenté la gran mayoría de enfermedades raras son mendelianas. El adjetivo
“rara” viene principalmente condicionado por la prevalencia: en Europa se dice
que una enfermedad es rara cuando afecta a menos de 1 en 2.000 individuos. Son
pues, alrededor de 30.000.000 de ciudadanos europeos quienes sufren una de
estas patologías. Además, se trata de enfermedades sobre todo pediátricas; en
tanto que genéticas, son crónicas; y habitualmente muy discapacitantes, por lo
que la calidad del enfermo se ve dramáticamente afectada. Se estima que hay más
de 7.000 enfermedades raras. En la base de datos OMIM (Online Mendelian Inheritance in Man), que es un catálogo de
patologías humanas mendelianas, se describen más de 15.000 genes implicados o
que podrían estar implicados en el desarrollo de una enfermedad. Fenotipos
clínicos con el gen conocido se incluyen poco más de 5.000, y cada día en las
revistas científicas se describen nuevas formas clínicas a la par que genes
conocidos se asocian a nuevos cuadros patológicos. En suma, conforme entendemos
mejor las bases moleculares de las enfermedades genéticas, nos damos cuenta de
que el escenario es mucho más complicado de lo que pudiéramos sospechar. A esto hay que añadir que el número de pacientes es escaso por lo
que es difícil definir las manifestaciones clínicas de cada enfermedad y con
ello, es también complicado anticiparse a la progresión de la misma. Por todo
ello, no veo otra solución que seguir trabajando para lograr desentrañar cuál
es la genética de estas patologías, determinando exactamente cuál es el
mecanismo molecular que las produce para lograr en un futuro una terapia para
estos pacientes.
Fig. 2. Árbol genealógico de
una familia con tres generaciones, que muestra que dos de sus miembros varones
están afectados (cuadrados en negro; la flecha indica el caso índice, el primer
diagnosticado). El resto de miembros están sanos o se desconoce su estatus
(símbolos con el interrogante). El análisis de la mutación aclarará si están
sanos o no.
Aunque sea
frase manida, es completamente cierto que trabajar en el umbral del
conocimiento es pura adrenalina. Lograr el diagnóstico genético en un paciente
afectado por una enfermedad rara puede ser más o menos costoso, en función de
cuánto sepamos de la enfermedad, tanto desde el punto de vista clínico como del
genético. Cuando estudias algún paciente y sus familiares con todas las
herramientas tecnológicas existentes desarrolladas para el diagnóstico genético
que puedes aplicar, yendo paso a paso, desde la secuenciación de un único gen
candidato, pasando por un panel de genes que te permite el análisis de cientos
de genes en una sola aproximación, hasta la secuenciación de su exoma
(aproximadamente el 2% del genoma que corresponde a los genes codificantes de
proteínas), y finalmente, consigues el diagnóstico genético tan perseguido
durante muchos días/meses/años de dedicación, sencillamente es un momento de
gran satisfacción. Si con este diagnóstico se logra el descubrimiento de un
nuevo gen implicado en patología humana, es ya un hecho extraordinario por el
que merece continuar dedicándose a esta profesión. No hay que olvidar que por
el camino, hasta alcanzar este hito, se dejaron muchas cosas de lado,
sacrificando la vida personal. Pero vale la pena.
Como suele
suceder la consecución de hallazgos científicos abre nuevos interrogantes. Al
descubrir un nuevo gen, al establecer cuál es la causa genética de una
enfermedad, siempre surgen dos preguntas: ¿qué función tiene alterada este gen
que hace que cause la patología?, y ¿qué papel juega este gen en la biología de
la célula para explicar el fenotipo clínico observado? Y con ello, el trabajo
empieza de nuevo. Enfrente de nosotros tenemos un paisaje desconocido en mayor
o menor medida, en el que profundizar para responder a las dos cuestiones
planteadas. Por ello, es importante continuar trabajando. Sólo si logramos las
respuestas podremos entender con exactitud cuál es la fisiopatología de la
enfermedad y a partir de ello, investigar para lograr una cura. Se estima que
alrededor de 4.000 enfermedades raras carecen de cura. Son demasiadas entidades
clínicas pendientes de ser resueltas, y detrás de ellas, hay personas, muchas
veces niños, que esperan nuestros resultados. No hay que olvidar que al tratarse
de enfermedades monogénicas lograr un tratamiento debiera ser más fácil porque
sólo un gen es el defectuoso. Económicamente no interesa demasiado porque son
pocos los pacientes afectados por cada una de ellas. De ahí la necesidad de
investigadores que vocacionalmente, con mucho empeño y dedicación, nos volcamos
en completar el puzle de los genes implicados en patologías humanas, con el
propósito de lograr soluciones que mejoren la calidad de vida de tantos
millones de enfermos en el mundo. Indudablemente, la dedicación y el esfuerzo
compensan.
Carmen Espinós Armero
Doctora
en Ciencias Biológicas
Investigadora
Jefa de la Unidad de Genética y Genómica de Enfermedades Neuromusculares y
Neurodegenerativas, Centro de Investigación Príncipe Felipe (CIPF), Valencia.
Directora Científica del
Servicio de Genómica y Genética Traslacional, Centro de Investigación Príncipe
Felipe (CIPF), Valencia.
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