miércoles, 17 de enero de 2018

Yo quiero ser Genetista - Carmen Espinós Armero

Y yo quiero ser...Genetista
(Por Carmen Espinós Armero)


Escucha música mientras lees, vete al final.

A mediados del siglo XIX, Gregor Mendel estableció las leyes de la herencia de caracteres con sencillos experimentos usando guisantes. Casi un siglo después, en 1944, Oswald T. Avery, Colin McLeod y Maclyn McCarty aislaron el DNA como material genético, determinando así que el DNA es la molécula crucial de la herencia. Una década más tarde, Jim Watson, Francis Crick y Rosalind Franklin describieron la estructura de doble hélice del DNA y en 1961, finalmente se concluyó que el código genético se ordena por tripletes, gracias al trabajo de varios investigadores: George Gamow postuló que el código genético estaba formado por tripletes de bases nitrogenadas (adenina, timina, citosina, guanina) a partir de las que se formaban los veinte aminoácidos constituyentes de las proteínas; Marshall Nirenberg y su equipo publicaron en 1961 la primera asociación entre codón de triplete de bases y aminoácido. Trabajo que fue continuado por otros investigadores gracias a los cuales, se establece cómo a partir de cuatro bases nitrogenadas se construye el código genético, y a partir de éste, somos capaces de entender cómo alteraciones de estas bases modifican la secuencia de un gen y pueden causar enfermedades humanas. La fascinación que me produjo descubrir y entender cómo el cambio de una base por otra, algo tan minúsculo, puede producir que una persona padezca una enfermedad, determinó que yo sea genetista.

             En este sentido, y también debido a las oportunidades que la vida te da, siempre me interesó entender el porqué de las enfermedades monogénicas. A grandes rasgos, podemos considerar dos tipos de herencia: herencia compleja o poligénica y herencia mendeliana o monogénica. En el primer caso, el resultado viene condicionado por una combinación concreta de cambios en el genoma más o menos complejos, cuando estas variantes del DNA de forma aislada no parecen contribuir al desarrollo de un rasgo específico. Pertenecen a este tipo de herencia rasgos tales como la altura, y la mayoría de enfermedades comunes como por ejemplo, la celiaquía o la enfermedad de Alzheimer. En cambio, un carácter mendeliano viene establecido por un único gen y éste podría resultar defectuoso sencillamente porque en un punto concreto de su secuencia se produce una mutación y por ejemplo, una adenina pasa a ser una guanina, modificando el código correcto de la secuencia de aminoácidos (Fig. 1). Y sólo ese cambio, esa mutación, puede hacer que un niño nazca con una grave enfermedad neurodegenerativa. Así, es un rasgo monogénico con herencia dominante la capacidad para poner la lengua en forma de U, y pertenecen a este tipo de herencia la gran mayoría de enfermedades raras, entre las que encontramos la enfermedad de Wilson o cada una de las formas clínicas de la enfermedad con neurodegeneración con acumulación de hierro en cerebro (ENACH). Teniendo en cuenta que el genoma humano tiene un tamaño aproximado de 3.200 millones de pares de bases de DNA distribuidos en los 23 pares de cromosomas, y que contiene alrededor de 25.000 genes, al menos a mí no deja de sorprenderme que algunas mutaciones tengan unas consecuencias tan nefastas en una persona, privándole del desarrollo de una vida normal e incluso, ocasionándole la muerte a edad temprana. Y estamos hablando de una pequeña molécula que ha sido cambiada en una única posición de nuestro genoma que por otro lado, es inmenso.

Fig. 1. La mutación de una única base en la secuencia de DNA puede conducir al desarrollo de una enfermedad monogénica. Dibujo amablemente cedido por Julia Sánchez González.

Identificar la mutación que produce una enfermedad es sinónimo de determinar con exactitud cuál es la causa de la enfermedad. El diagnóstico genético es definitivo y certero. Pese a que en muchas ocasiones, ello no implique la cura del paciente, ni tan siquiera la aplicación de un tratamiento específico para la enfermedad, el hecho de poner nombre y apellidos al cuadro clínico que padece el paciente puede significar mucho. Hay que tener en cuenta que mayoritariamente las enfermedades monogénicas son raras y lograr para uno de estos pacientes el diagnóstico puede suponer un periplo de años, con el desánimo que supone ver cómo la enfermedad progresa y ni siquiera se sabe de qué afectación se trata. Saber con certeza qué enfermedad se padece, al menos debiera permitir conocer cuál va a ser la evolución de ésta y establecer una terapia, aunque sea meramente paliativa. Además, permite el consejo genético para familiares, la detección de individuos portadores y asintomáticos, y con ello posibilita una mejor planificación de la vida familiar (Fig. 2).

Como ya comenté la gran mayoría de enfermedades raras son mendelianas. El adjetivo “rara” viene principalmente condicionado por la prevalencia: en Europa se dice que una enfermedad es rara cuando afecta a menos de 1 en 2.000 individuos. Son pues, alrededor de 30.000.000 de ciudadanos europeos quienes sufren una de estas patologías. Además, se trata de enfermedades sobre todo pediátricas; en tanto que genéticas, son crónicas; y habitualmente muy discapacitantes, por lo que la calidad del enfermo se ve dramáticamente afectada. Se estima que hay más de 7.000 enfermedades raras. En la base de datos OMIM (Online Mendelian Inheritance in Man), que es un catálogo de patologías humanas mendelianas, se describen más de 15.000 genes implicados o que podrían estar implicados en el desarrollo de una enfermedad. Fenotipos clínicos con el gen conocido se incluyen poco más de 5.000, y cada día en las revistas científicas se describen nuevas formas clínicas a la par que genes conocidos se asocian a nuevos cuadros patológicos. En suma, conforme entendemos mejor las bases moleculares de las enfermedades genéticas, nos damos cuenta de que el escenario es mucho más complicado de  lo  que  pudiéramos sospechar. A esto hay  que añadir  que el número de pacientes es escaso por lo que es difícil definir las manifestaciones clínicas de cada enfermedad y con ello, es también complicado anticiparse a la progresión de la misma. Por todo ello, no veo otra solución que seguir trabajando para lograr desentrañar cuál es la genética de estas patologías, determinando exactamente cuál es el mecanismo molecular que las produce para lograr en un futuro una terapia para estos pacientes.

Fig. 2. Árbol genealógico de una familia con tres generaciones, que muestra que dos de sus miembros varones están afectados (cuadrados en negro; la flecha indica el caso índice, el primer diagnosticado). El resto de miembros están sanos o se desconoce su estatus (símbolos con el interrogante). El análisis de la mutación aclarará si están sanos o no.

Aunque sea frase manida, es completamente cierto que trabajar en el umbral del conocimiento es pura adrenalina. Lograr el diagnóstico genético en un paciente afectado por una enfermedad rara puede ser más o menos costoso, en función de cuánto sepamos de la enfermedad, tanto desde el punto de vista clínico como del genético. Cuando estudias algún paciente y sus familiares con todas las herramientas tecnológicas existentes desarrolladas para el diagnóstico genético que puedes aplicar, yendo paso a paso, desde la secuenciación de un único gen candidato, pasando por un panel de genes que te permite el análisis de cientos de genes en una sola aproximación, hasta la secuenciación de su exoma (aproximadamente el 2% del genoma que corresponde a los genes codificantes de proteínas), y finalmente, consigues el diagnóstico genético tan perseguido durante muchos días/meses/años de dedicación, sencillamente es un momento de gran satisfacción. Si con este diagnóstico se logra el descubrimiento de un nuevo gen implicado en patología humana, es ya un hecho extraordinario por el que merece continuar dedicándose a esta profesión. No hay que olvidar que por el camino, hasta alcanzar este hito, se dejaron muchas cosas de lado, sacrificando la vida personal. Pero vale la pena.
            
Como suele suceder la consecución de hallazgos científicos abre nuevos interrogantes. Al descubrir un nuevo gen, al establecer cuál es la causa genética de una enfermedad, siempre surgen dos preguntas: ¿qué función tiene alterada este gen que hace que cause la patología?, y ¿qué papel juega este gen en la biología de la célula para explicar el fenotipo clínico observado? Y con ello, el trabajo empieza de nuevo. Enfrente de nosotros tenemos un paisaje desconocido en mayor o menor medida, en el que profundizar para responder a las dos cuestiones planteadas. Por ello, es importante continuar trabajando. Sólo si logramos las respuestas podremos entender con exactitud cuál es la fisiopatología de la enfermedad y a partir de ello, investigar para lograr una cura. Se estima que alrededor de 4.000 enfermedades raras carecen de cura. Son demasiadas entidades clínicas pendientes de ser resueltas, y detrás de ellas, hay personas, muchas veces niños, que esperan nuestros resultados. No hay que olvidar que al tratarse de enfermedades monogénicas lograr un tratamiento debiera ser más fácil porque sólo un gen es el defectuoso. Económicamente no interesa demasiado porque son pocos los pacientes afectados por cada una de ellas. De ahí la necesidad de investigadores que vocacionalmente, con mucho empeño y dedicación, nos volcamos en completar el puzle de los genes implicados en patologías humanas, con el propósito de lograr soluciones que mejoren la calidad de vida de tantos millones de enfermos en el mundo. Indudablemente, la dedicación y el esfuerzo compensan.

Carmen Espinós Armero
Doctora en Ciencias Biológicas
Investigadora Jefa de la Unidad de Genética y Genómica de Enfermedades Neuromusculares y Neurodegenerativas, Centro de Investigación Príncipe Felipe (CIPF), Valencia.
Directora Científica del Servicio de Genómica y Genética Traslacional, Centro de Investigación Príncipe Felipe (CIPF), Valencia.





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