Y yo quiero ser...Historiador de la Ciencia
(Por
José Manuel Sánchez Ron)
Ser historiador de la ciencia tiene un
buen número de atractivos. Por un lado, hay que saber de ciencia – ¿cómo hacer
la historia de “algo”, si no se conoce ese “algo”? –, la actividad, en mi
opinión (y es una opinión muy firme) que más ha hecho a lo largo de la historia
por liberar a los humanos de ataduras materiales e intelectuales (de mitos). Es
posible hacer lo que se denomina “historia internalista”, o “historia de las
ideas”, esto es, reconstruir el pasado científico tomando en cuenta casi
únicamente los contenidos de la ciencia (teorías, experimentos) y sus
protagonistas, prestando muy poca atención al mundo – político, económico,
filosófico, religioso… – en el que los científicos que crearon esa ciencia
estaban inmersos. En mi primer libro, El
origen y desarrollo de la relatividad (1983), yo mismo utilicé,
básicamente, semejante enfoque. Pero si se pretende construir una historia lo
más completa posible, es necesario incluir esos “otros elementos”, no
científicos si se quiere decir así, pero que pueden afectar en mil formas
diferentes al proceso de creación científica. Ningún ejemplo mejor en este
sentido que la historia de la física del siglo XX, una centuria en la que
tuvieron lugar dos guerras mundiales, y otra llamada “Guerra Fría, que
influyeron fuertemente en los contenidos y desarrollos de la física. Y para
incluir esos “otros elementos” es necesario conocer cuanta más historia
general, política y económica mejor, de manera que el historiador de la ciencia
tiene que mostrar una gran polivalencia (lo que exige, por supuesto, esfuerzo).
Diré en este punto que, recíprocamente, el historiador “general” y el económico
debe, asimismo, conocer bien la historia de la ciencia y la tecnología. ¿Cómo,
por ejemplo, se puede entender lo que sucedió en el siglo XIX, en los ámbitos
de la política, la economía y la salud pública, sin tomar en consideración lo
que significó para las comunicaciones la física del electromagnetismo, o los
avances que se produjeron en la química orgánica (medicamentos, abonos artificiales,
tintes) y en la denominada “medicina científica” (teoría microbiana de la
enfermedad de Pasteur y Koch, vacunación, técnicas de asepsia)? La historia de
la ciencia, en definitiva, permite comprender mejor el mundo, el internacional
y también, si esa historia es más local, más nacional, la historia de los
diferentes países, algo de lo que yo soy testigo, pues gracias a alguno de mis
libros - Cincel, martillo y piedra.
Historia de la ciencia en España (siglos XIX y XX) (1999), INTA. 50 años de ciencia y técnica
aeroespacial (1997) y Energía nuclear
en España. De la JEN
al CIEMAT (2001) – pude comprender mejor la historia general de España.
Por cierto, yo reconocí que la historia
de la ciencia debe ser así y, por así decir, he “compensado” el demasiado internalista
enfoque de El origen y desarrollo de la
relatividad sobre todo con otro libro: El
poder de la ciencia. Historia social, política y económica de la ciencia
(siglos XIX y XX) (2007).
He incluido la historia de la
tecnología en los requisitos para comprender el pasado – y el presente –
histórico. Es cierto que la historia de la tecnología constituye una disciplina
diferente de la historia de la ciencia, pero ambas están relacionadas entre sí.
La ciencia no puede vivir – no habría existido – al margen de las observaciones
y los experimentos (la naturaleza es mucho más “imaginativa” de lo que
cualquier científico teórico puede imaginar solo con su cerebro). Y para
observar y hacer experimentos se necesitan instrumentos, esto es, tecnología.
En el pasado abundaron los historiadores de la ciencia que centraban sus
reconstrucciones sobre todo en los desarrollos teóricos, pero afortunadamente
ese vicio ya no es tan frecuente. Lavoisier, quien puso en marcha la química
moderna (la notación que introdujo es la misma que se utiliza ahora, más de dos
siglos después) tuvo que realizar muchos experimentos, con instrumentos como
calorímetros, gasómetros o una balanza química de precisión. En su
casa-laboratorio de Downe, Charles Darwin llevó a cabo innumerables experimentos
con plantas, semillas o criando palomas. Y Santiago Ramón y Cajal, ¿habría
podido llegar a la teoría neuronal, que aún nos guía en la comprensión del
cerebro, sin disponer de un buen microscopio? Sin duda, no. De hecho, una de
sus luchas fue intentar conseguir uno de los mejores microscopios de la época.
Así, el 1 de enero de 1885, escribía a uno de sus primeros discípulos, el
jesuita Antonio Vicent Dolz, que se encontraba en Lovaina para completar su
formación: “¡Ah! ¡Quién tuviera esos magníficos objetivos a los que Flemming,
Strassburger y Carnoy deben sus descubrimientos! Aquí desgraciadamente las
facultades no tienen material.” Afortunadamente, en 1877 consiguió un
microscopio Zeiss, que le regaló la Diputación de Zaragoza en agradecimiento al
informe que había preparado sobre la epidemia de cólera y la vacunación de
Jaume Ferrán. “Al recibir aquel impensado obsequio”, escribió en sus Recuerdos, “no cabía en mi de
satisfacción y alegría. La culta Corporación aragonesa cooperó eficacísimamente
a mi futura labor científica, permitiéndome abordar, con la debida eficiencia,
los delicados problemas de la estructura de las células”.
Sin la ciencia, la tecnología se habría
limitado a máquinas demasiado básicas (palancas, norias hidráulicas, molinos de
viento…) como para producir una civilización de las características de la
actual. Consecuentemente, se tiende a pensar que la ciencia es siempre previa a
la tecnología, que primero se dispone de la ciencia pura, básica, y que cuando
ésta se aplica se convierte en tecnología, pero no siempre es así. El origen de
la denominada Revolución Industrial (siglos XVIII y XIX), que cambió el mundo,
reside en la máquina de vapor, que se basaba en la utilización de la fuerza
elástica del vapor de agua como fuerza motriz. La idea que la sustentaba era la
de intercambios de energía, pero la termodinámica, la rama de la física que se
ocupa de tales intercambios, no existía todavía, nació, por el contrario, con
el fin de hacer más eficientes aquellas máquinas.
Fig.1. Máquina de vapor de Watt, procedente de la Fábrica Nacional
de Moneda y Timbre, expuesta en el vestíbulo de la Escuela Técnica Superior de
Ingenieros Industriales de Madrid.
De lo que he dicho debería quedar claro
que entre las virtudes de la historia de la ciencia se halla el que permite
entender mejor la propia ciencia, sus contenidos, orígenes y contextos. Al
científico, yo le recomendaría que se ocupase un poco de estudiar la historia
de la ciencia a la que se dedica: la entenderá mejor. Esto es lo que me sucedió
a mí, y, me lo han dicho, a muchos otros, con otro de mis libros: Historia de la física cuántica, I: El
período fundacional (1860-1926) (2001). A cualquiera que haya tenido que
estudiar la mecánica cuántica, le parecerá un milagro, incomprensible, cómo
pudo llegar a ser esta teoría; ¿a quién se le habría ocurrido? Mi libro me permitió
comprenderlo. Y eso me hizo mejor físico.
José Manuel Sánchez Ron
Doctor
en Ciencias Físicas
Catedrático
de Historia de la Ciencia, Universidad Autónoma
de Madrid
Miembro
de número de la Real Academia Española sillón G)
Premio Nacional de Ensayo 2015
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