martes, 16 de enero de 2018

Yo quiero ser Historiador de la Ciencia - José Manuel Sánchez Ron

Y yo quiero ser...Historiador de la Ciencia
(Por José Manuel Sánchez Ron)


Escucha música mientras lees, vete al final.

Ser historiador de la ciencia tiene un buen número de atractivos. Por un lado, hay que saber de ciencia – ¿cómo hacer la historia de “algo”, si no se conoce ese “algo”? –, la actividad, en mi opinión (y es una opinión muy firme) que más ha hecho a lo largo de la historia por liberar a los humanos de ataduras materiales e intelectuales (de mitos). Es posible hacer lo que se denomina “historia internalista”, o “historia de las ideas”, esto es, reconstruir el pasado científico tomando en cuenta casi únicamente los contenidos de la ciencia (teorías, experimentos) y sus protagonistas, prestando muy poca atención al mundo – político, económico, filosófico, religioso… – en el que los científicos que crearon esa ciencia estaban inmersos. En mi primer libro, El origen y desarrollo de la relatividad (1983), yo mismo utilicé, básicamente, semejante enfoque. Pero si se pretende construir una historia lo más completa posible, es necesario incluir esos “otros elementos”, no científicos si se quiere decir así, pero que pueden afectar en mil formas diferentes al proceso de creación científica. Ningún ejemplo mejor en este sentido que la historia de la física del siglo XX, una centuria en la que tuvieron lugar dos guerras mundiales, y otra llamada “Guerra Fría, que influyeron fuertemente en los contenidos y desarrollos de la física. Y para incluir esos “otros elementos” es necesario conocer cuanta más historia general, política y económica mejor, de manera que el historiador de la ciencia tiene que mostrar una gran polivalencia (lo que exige, por supuesto, esfuerzo). Diré en este punto que, recíprocamente, el historiador “general” y el económico debe, asimismo, conocer bien la historia de la ciencia y la tecnología. ¿Cómo, por ejemplo, se puede entender lo que sucedió en el siglo XIX, en los ámbitos de la política, la economía y la salud pública, sin tomar en consideración lo que significó para las comunicaciones la física del electromagnetismo, o los avances que se produjeron en la química orgánica (medicamentos, abonos artificiales, tintes) y en la denominada “medicina científica” (teoría microbiana de la enfermedad de Pasteur y Koch, vacunación, técnicas de asepsia)? La historia de la ciencia, en definitiva, permite comprender mejor el mundo, el internacional y también, si esa historia es más local, más nacional, la historia de los diferentes países, algo de lo que yo soy testigo, pues gracias a alguno de mis libros - Cincel, martillo y piedra. Historia de la ciencia en España (siglos XIX y XX) (1999), INTA. 50 años de ciencia y técnica aeroespacial (1997) y Energía nuclear en España. De la JEN al CIEMAT (2001) – pude comprender mejor la historia general de España.

Por cierto, yo reconocí que la historia de la ciencia debe ser así y, por así decir, he “compensado” el demasiado internalista enfoque de El origen y desarrollo de la relatividad sobre todo con otro libro: El poder de la ciencia. Historia social, política y económica de la ciencia (siglos XIX y XX) (2007).

He incluido la historia de la tecnología en los requisitos para comprender el pasado – y el presente – histórico. Es cierto que la historia de la tecnología constituye una disciplina diferente de la historia de la ciencia, pero ambas están relacionadas entre sí. La ciencia no puede vivir – no habría existido – al margen de las observaciones y los experimentos (la naturaleza es mucho más “imaginativa” de lo que cualquier científico teórico puede imaginar solo con su cerebro). Y para observar y hacer experimentos se necesitan instrumentos, esto es, tecnología. En el pasado abundaron los historiadores de la ciencia que centraban sus reconstrucciones sobre todo en los desarrollos teóricos, pero afortunadamente ese vicio ya no es tan frecuente. Lavoisier, quien puso en marcha la química moderna (la notación que introdujo es la misma que se utiliza ahora, más de dos siglos después) tuvo que realizar muchos experimentos, con instrumentos como calorímetros, gasómetros o una balanza química de precisión. En su casa-laboratorio de Downe, Charles Darwin llevó a cabo innumerables experimentos con plantas, semillas o criando palomas. Y Santiago Ramón y Cajal, ¿habría podido llegar a la teoría neuronal, que aún nos guía en la comprensión del cerebro, sin disponer de un buen microscopio? Sin duda, no. De hecho, una de sus luchas fue intentar conseguir uno de los mejores microscopios de la época. Así, el 1 de enero de 1885, escribía a uno de sus primeros discípulos, el jesuita Antonio Vicent Dolz, que se encontraba en Lovaina para completar su formación: “¡Ah! ¡Quién tuviera esos magníficos objetivos a los que Flemming, Strassburger y Carnoy deben sus descubrimientos! Aquí desgraciadamente las facultades no tienen material.” Afortunadamente, en 1877 consiguió un microscopio Zeiss, que le regaló la Diputación de Zaragoza en agradecimiento al informe que había preparado sobre la epidemia de cólera y la vacunación de Jaume Ferrán. “Al recibir aquel impensado obsequio”, escribió en sus Recuerdos, “no cabía en mi de satisfacción y alegría. La culta Corporación aragonesa cooperó eficacísimamente a mi futura labor científica, permitiéndome abordar, con la debida eficiencia, los delicados problemas de la estructura de las células”.

Sin la ciencia, la tecnología se habría limitado a máquinas demasiado básicas (palancas, norias hidráulicas, molinos de viento…) como para producir una civilización de las características de la actual. Consecuentemente, se tiende a pensar que la ciencia es siempre previa a la tecnología, que primero se dispone de la ciencia pura, básica, y que cuando ésta se aplica se convierte en tecnología, pero no siempre es así. El origen de la denominada Revolución Industrial (siglos XVIII y XIX), que cambió el mundo, reside en la máquina de vapor, que se basaba en la utilización de la fuerza elástica del vapor de agua como fuerza motriz. La idea que la sustentaba era la de intercambios de energía, pero la termodinámica, la rama de la física que se ocupa de tales intercambios, no existía todavía, nació, por el contrario, con el fin de hacer más eficientes aquellas máquinas.

Fig.1. Máquina de vapor de Watt, procedente de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, expuesta en el vestíbulo de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales de Madrid.
Crédito: De Nicolás Pérez, CC BY-SA 3.0, Wikimedia Commons

De lo que he dicho debería quedar claro que entre las virtudes de la historia de la ciencia se halla el que permite entender mejor la propia ciencia, sus contenidos, orígenes y contextos. Al científico, yo le recomendaría que se ocupase un poco de estudiar la historia de la ciencia a la que se dedica: la entenderá mejor. Esto es lo que me sucedió a mí, y, me lo han dicho, a muchos otros, con otro de mis libros: Historia de la física cuántica, I: El período fundacional (1860-1926) (2001). A cualquiera que haya tenido que estudiar la mecánica cuántica, le parecerá un milagro, incomprensible, cómo pudo llegar a ser esta teoría; ¿a quién se le habría ocurrido? Mi libro me permitió comprenderlo. Y eso me hizo mejor físico.

José Manuel Sánchez Ron
Doctor en Ciencias Físicas
Catedrático de Historia de la Ciencia, Universidad Autónoma de Madrid
Miembro de número de la Real Academia Española sillón G)
Premio Nacional de Ensayo 2015

Escucha música mientras lees.


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