Y yo quiero ser...Astrobióloga
(Por
Ester Lázaro)
Comenzaré por
decir que tengo 54 años, así que algunas de las situaciones que voy a describir
puede que les resulten extrañas a los jóvenes de esta época. Sin embargo, me
atrevo a pensar que, aunque parezca que el mundo y los humanos han cambiado
muchísimo desde la época en la que yo era una niña, en realidad lo que ha
cambiado han sido más las formas que lo esencial. Seguimos teniendo deseos y
sentimientos parecidos y, entre ellos, creo que hay uno muy poderoso, que es el
de poder realizar una actividad profesional que trascienda el objetivo de ganar
lo necesario para vivir dignamente y nos haga disfrutar a un nivel profundo.
Entre los trabajos que ayudan a cumplir este deseo están aquellos que fomentan
el desarrollo de nuestra creatividad, los que nos impulsan a pensar y a no
repetir mecánicamente los procesos diseñados por otros. Aquí estaría el lugar
de las artes, de la literatura, del diseño, y, por supuesto, también el de la ciencia.
Sin embargo,
yo no nací con la vocación de ser astrobióloga. Ni siquiera con la vocación de
ser científica. De hecho, de niña, casi ni me planteaba lo que quería ser de
mayor. Nací en un pueblo pequeño y allí pasé mi infancia. En ese lugar y en esa
época, los hombres iban al campo y las mujeres, con la honrosa excepción de las
maestras, no trabajaban fuera de la casa. Si me hubieran preguntado qué quería
ser de mayor, habría dicho primero que ama de casa y luego, si necesitaba
trabajar, pues maestra. Eso era lo que se esperaba de mí y yo no me cuestionaba
que pudiera ser de otra manera. En esa época disfrutaba mucho de la naturaleza,
pero no me planteaba demasiadas preguntas sobre el mundo que me rodeaba. Lo que
sí que me llamaba mucho la atención era que los médicos pudieran curar las
enfermedades. Que hubiera pastillas o jarabes capaces de corregir lo que
funcionaba mal en las personas era algo que me fascinaba. No me asombraba tanto
que el enfermo se curara, sino el milagro que hacían esas sustancias dentro de
su cuerpo. Supongo que esa fue mi primera inquietud como investigadora, que en
algún momento confundí con una vocación médica que ahora veo claro que no
tenía.
Unos pocos
años más tarde, llegué a Madrid para hacer el bachillerato, que normalmente se
cursaba entre los 14 y los 18 años. Entonces fue cuando comenzaron a perfilarse
los intereses que han marcado mi vida. Concretamente, recuerdo una clase de
química en la que la profesora nos dijo algo que puede parecer obvio, pero que
a mí entonces me supuso una revelación sorprendente y es que los seres vivos y
los no vivos estamos hechos de los mismos elementos, que no hay nada mágico en
la materia viva, más allá de la diferente organización de esos elementos. A
partir de ese momento comencé a plantearme preguntas que nunca antes me había
hecho: ¿Qué clase de “programa” puede organizar la materia para que los seres
vivos puedan realizar todas esas funciones que los diferencian tan claramente
de los no vivos? ¿Por qué algunos seres vivos son capaces de dividirse y poco
más mientras que otros son, incluso, capaces de pensar y reflexionar sobre sus
propios pensamientos? ¿Por qué hay seres vivos tan distintos cuando, a nivel
molecular, todos ellos se parecen tanto? Todos tienen proteínas, tienen ácidos
nucleicos, y, sin embargo, con el mismo material ¡cuántas diferencias pueden
surgir! Poco a poco, me di cuenta de que quería conocer más y más sobre este
tema: ¿Cómo surgió la vida? ¿Cómo se dio ese paso de la química a la biología?
¿Cómo fue aumentando la complejidad en biología? ¿Cuáles son los mecanismos que
han permitido que, a partir de la primera célula viva, surja toda la diversidad
biológica que existe actualmente? Así, dejé de querer ser maestra y empecé a
querer ser bióloga. Quería saber más sobre la vida, sobre sus orígenes, sobre
su evolución… En último caso, pensé que
podría ser profesora de biología, y así contentaba a todos, a mi familia que
quería que fuera maestra y a mí misma, que me veía bióloga. Pero lo que
sucedió, mientras estudiaba la carrera de Biología, es que me di cuenta de que
quería hacer algo más que transmitir los conocimientos que yo aprendía. Enseñar
me gustaba, no lo voy a negar, pero además, yo quería generar conocimiento. Y
entendí que para eso no me quedaba otra opción que la de salirme del camino
marcado, ponerme la bata blanca y meterme en un laboratorio. Podéis pensar que
tampoco me salí mucho del camino, y tenéis razón. Pero también es cierto que
esa decisión supuso cierto coraje, al renunciar a vivir la vida que los demás
me aconsejaban, iniciando en cambio mi propia ruta. Y eso no siempre es fácil.
Cuando acabé
la carrera me empeñé en buscar un laboratorio en el cual aprender el método
científico y aplicarlo a un tema de investigación concreto. Tuve mucha suerte, obtuve
una beca para realizar un doctorado en el Centro de Biología Molecular Severo
Ochoa. El tema asignado para mi tesis no se parecía mucho a lo que eran mis
intereses más profundos, pero no me importó. La verdad es que en los cinco años
de mi carrera, jamás había oído la palabra Astrobiología y yo no tenía muy
claro dónde dirigirme para investigar en ese campo. Sin embargo, el simple
hecho de poder experimentar cómo era el
trabajo científico durante los cuatro años que suele durar un doctorado, ya me
parecía un gran logro. Y lo cierto es que, cuando uno se mete en un tema e
intenta aportar en él lo mejor de sí mismo, te acaba gustando y yo no fui una
excepción en esto. Pero a mí me seguían interesando las cuestiones que ya he
comentado y me iban surgiendo otras nuevas: ¿Podría haber vida en otros
planetas del sistema solar o incluso fuera de él? ¿La vida tendría que estar
basada necesariamente en ácidos nucleicos y proteínas? ¿Podría haber otras
moléculas que almacenaran la información genética? ¿Las funciones biológicas
tienen que ser necesariamente llevadas a cabo por las proteínas? Y así empecé a
darme cuenta de que tenemos muy claro lo que es la vida, pero eso solo es
cuando no nos salimos de los límites de lo conocido. En cambio, no tenemos ni
idea de cómo podría ser la vida en otro planeta, ni siquiera de si seríamos capaces de
reconocerla. Y así, dándole vuelta a
esas cuestiones, un día mirando el periódico me entero de que están buscando
científicos para un nuevo centro de investigación llamado “Centro de
Astrobiología”, que se va a dedicar al estudio del origen y evolución de la
vida en el Universo. ¡Casi no me lo podía creer! Y menos aún me creía que mi
currículum pudiera interesar en un centro como ese, que decían que estaba
asociado a la NASA. Reconozco que necesité un pequeño empujón de algunas
personas para animarme a presentar una solicitud. Cómo no tenía nada que
perder, decidí que, en lugar de escribir un currículum que resaltara mis
méritos académicos y profesionales, lo que haría sería describir mi pasión.
Hablé sobre las preguntas que me habían motivado a estudiar biología, sobre mis
intereses, sobre mi motivación a adentrarme en nuevos terrenos. No dije “quiero
ser astrobióloga”, pero lo que describí se parecía mucho a eso. El final es feliz,
me contrataron en el Centro de Astrobiología…
¡y aquí sigo! Mi trabajo consiste en realizar estudios de evolución
experimental, para lo cual trabajo con virus y microorganismos. Los experimentos que realizamos en mi grupo,
básicamente consisten en propagar una población ancestral, que tenemos bien
caracterizada, en ciertas condiciones que imponemos y controlamos nosotros. Con
el paso del tiempo, se genera una población evolucionada, que analizamos y
comparamos con la ancestral. De este modo, intentamos no solo encontrar cómo
los seres vivos se adaptan a condiciones concretas, sino también extraer
conclusiones generales sobre el proceso evolutivo.
Y sigo también
con la pasión de enseñar, tanto en el ámbito académico como fuera de él. Creo
que la gente quiere saber sobre ciencia, quiere entender el mundo que les rodea
y, si los científicos podemos ayudarles, en cierto modo estamos obligados a
hacerlo. A fin de cuentas, es la sociedad, quien con sus impuestos, paga
nuestras investigaciones. A día de hoy, no sé qué es lo que me hace más feliz
si el trabajo científico o el trabajo de divulgación. La divulgación tiene un
lado humano que es muy gratificante y que no siempre encuentro en el trabajo
puramente científico, así que mi aspiración es seguir haciendo ambas cosas
durante todo el tiempo que pueda y los demás me lo permitan.
Ester Lázaro
Doctora en Ciencias
Biológicas
Investigadora científica, Departamento
de Evolución Molecular
Centro de Astrobiología
(CSIC-INTA), Madrid
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