miércoles, 17 de enero de 2018

Yo quiero ser Enóloga - M. Victoria Moreno-Arribas

Y yo quiero ser...Enóloga
(Por M. Victoria Moreno-Arribas)


Escucha música mientras lees, vete al final.

El vino en la historia y el bagaje cultural de la humanidad

Mucho antes de que los factores microbiológicos y bioquímicos involucrados en la fermentación alcohólica fueran dilucidados por Pasteur en 1857, los hombres ya podían producir vino. Tanto los biólogos como los historiadores localizan el nacimiento de la vitivinicultura en las montañas del Cáucaso en Transcaucasia y en Anatolia. Hacia el VIº milenio a.d.C. ya existía una verdadera cultura del vino. Los restos más antiguos de uvas domesticadas (Vitis vinifera), se encontraron en el poblado neolítico de Shulaveris-Gora, situado en el actual país de Georgia. En los años 20 del siglo pasado arqueólogos rusos y armenios descubrieron en el palacio de los reyes urarteos en la ciudad de Teishebani (hoy día parte de la capital armenia Erebán) un enorme almacén equivalente a 35 hectáreas con más de 150 salas; varias servían de bodegas. A lo largo de los siglos, una vez abandonado el lugar, las tinajas perdieron su contenido, conservando únicamente, eso sí, una capa muy fina de residuos, éstos contenían ácido tartárico, un ácido característico de la uva que confiere al vino su valor característico de pH (3,00-3,50) y su peculiar acidez. Aunque no es posible deducir de qué tipo de uva se trataba, la presencia de este ácido en relativa abundancia indica que todos estos recipientes originalmente contenían vino. La Biblia es una fuente fundamental del simbolismo de la vid y el vino, y de hecho el cristianismo adoptó el “vino teológico” para simbolizar la sangre de Cristo en la Eucaristía.  Fenicios y griegos mostraron gran interés por esta bebida y su comercialización, si bien fueron los romanos los primeros que introdujeron el vino en las comidas. Pero la necesidad de consumir vino en la Edad Media se debía fundamentalmente a razones de salubridad, como substituto del agua, considerándose uno de los elementos fundamentales de la alimentación cotidiana. Actualmente el vino constituye uno de los sectores productivos más importantes de España y de otros países de Europa y se considera un producto distinguido en los países del nuevo mundo vitivinícola, como Argentina, Chile, Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda, y más recientemente China, que con unas 780.000 hectáreas de viñedo se ha convertido en el segundo productor de uva de vinificación, por delante de Italia y Francia, y amenazando a España como líder mundial. A día de hoy, el vino es venerado en torno a la gastronomía, considerándose el mejor acompañante de los platos y el producto que aporta mayor prestigio a una mesa [1].

El ADN de una copa de vino

El terruño o también conocido como ‘terroir’ es la suma de tres factores naturales: el suelo como factor estable, el clima como variable de cada añada y la variedad de uva. La combinación de estos tres factores ejerce un papel decisivo en la personalidad del vino. Los estudios de que disponemos han permitido secuenciar genomas de distintas variedades de uva y detectado multitud de genes ligados a propiedades físico-químicas, organolépticas o nutricionales. El suelo y más concretamente los microorganismos que componen el suelo del viñedo (se estima que 6 gramos de suelo pueden contener más de 1,9x105 especies distintas), está siendo en los últimos años el foco de nuevos estudios científicos como uno de los principales condicionantes de la composición de la uva y de la calidad y diferenciación de los vinos [2]. Además, existen proyectos en marcha encaminados a identificar de forma simultánea un elevado número de compuestos del vino que permitan trazar en su conjunto un espectro que podría asemejarse a la ‘huella dactilar’, lo que abre el campo a la búsqueda de marcadores de diferenciación, para múltiples aplicaciones, incluida la adaptación del sector vitivinícola al cambio climático.

En bodega, durante las etapas iniciales de la fermentación espontánea del mosto, predominan las especies de levadura comúnmente presentes en la superficie de la uva de los géneros Candida, Hanseniaspora y Kloeckera, seguidas por varias especies de Metschnikowia y Pichia (todas ellas colectivamente conocidas en el campo de la enología como levaduras no-Sacharomyces). Los niveles crecientes de etanol, la presencia de CO2 fermentativo y de agentes antimicrobianos, como los sulfitos, conducen a la sustitución casi invariable de estas especies por cepas de S. cerevisiae, mucho mejor adaptadas a las condiciones enológicas. Las levaduras no-Saccharomyces ofrecen actualmente una fuente inestimable de diversidad metabólica, que se puede combinar con las características bien conocidas de S. cerevisiae. La secuencia completa del genoma de S. cerevisiae fue publicada hace más de veinte años, lo que representó un hito en la era genómica como el primer genoma de un organismo eucariótico disponible públicamente, y abrió múltiples posibilidades para futuros estudios y aplicaciones industriales y potentes herramientas que han permitido grandes revelaciones y avances metodológicos de la biotecnología, tales como la genómica, proteómica o metabolómica.  Después de la fermentación alcohólica, suele llevarse a cabo un segundo proceso llamado fermentación maloláctica (FML), especialmente en los vinos tintos. Este proceso está principalmente impulsado por Oenococcus oeni, una bacteria láctica bien adaptada a este entorno, aunque también puede tener un papel relevante la especie Lactobacillus plantarum. Durante la FML, el ácido málico se descarboxila a ácido láctico, lo que conduce a la desacidificación biológica del vino y a una mejora de su calidad organoléptica. Decenas de diferentes levaduras y bacterias lácticas se venden actualmente, muchas de ellas anunciadas como especialmente adecuadas para un determinado estilo de vinificación. La regulación estricta de los OGM (Organismos Genéticamente Modificados) y las demandas y preferencias de los consumidores, que plantean cuestiones relacionadas con la seguridad alimentaria y ambiental, han limitado su aplicación en la industria del vino. Este hecho ha estimulado una reactivación de métodos alternativos, no OGM. El éxito ya logrado sugiere que un número cada vez mayor de cepas de levaduras vínicas mejoradas llegarán al mercado en los próximos años, todas ellas habrán sido desarrolladas por técnicas no transgénicas.

Un inigualable estímulo a los sentidos a través de un buen vino

Hoy en día, el grado de aceptación de un producto alimentario está determinado en gran medida por sus propiedades sensoriales. Entre todas las bebidas, el vino es considerado probablemente como la más especial. Los grandes vinos no solo estimulan los sentidos del olfato, gusto y tacto, sino que se considera que pueden influir en las emociones y la conducta.  Somos dependientes de nuestros sentidos para alcanzar el placer, pero no solo por el hecho de que nos informan de los colores que observamos, del aroma de un alimento o del roce de una mano sobre la piel sino por la capacidad que tienen para excitar la imaginación, para suscitar recuerdos y emocionarnos; en definitiva, para disparar los mecanismos cerebrales responsables de todo ello. El color es a través del sentido de la vista la primera sensación que se recibe de un vino y por tanto ejerce una clara influencia en la compra de una determinada marca, debido a un impuso visual decisorio. A continuación mediante la fase olfativa, apreciamos el aroma que junto con el color nos revela gran parte de las características de ese vino y marca en gran medida las preferencias por parte del consumidor. Percibiendo el aroma del vino podemos trasportarnos a recuerdos de nuestra infancia, a lugares que nos resultan inolvidables… En la vida cotidiana, los olores se perciben junto a múltiples señales visuales que se han integrado en la memoria. Sin embargo, es la fase gustativa la que tiene más peso en la valoración final. Este es el momento definitivo de la cata, y en la que más sensaciones se pueden percibir, ya que además del sentido del gusto propiamente dicho, también intervienen el del tacto y el del olfato. El sentido del tacto, a pesar de ser el menos estudiado, es el que parece tener mayor peso en la aceptabilidad y apetencia de un vino [3].

El color de un vino tinto depende en gran medida de su composición fenólica, y en particular, los compuestos responsables del color rojo son los antocianos, que se almacenan en las células del hollejo de las uvas tintas y durante la vinificación se favorece su extracción de la uva al vino. Los vinos jóvenes, debido a la presencia de antocianos libres presentan un tono rojo-azulado, mientras que el vino envejecido, por descomposición y reacciones de condensación de los antocianos con otros polifenoles (por ejemplo, taninos), presenta los tonos naranjas, que habitualmente se denominan en la cata, tonos “ladrillo o teja”.

Las principales características de los compuestos que forman parte del aroma del vino son su elevada volatilidad y su bajo peso molecular (<500 Da), que les permite liberarse fácilmente en la matriz hidroalcohólica en la que se encuentran contenidos. Para que puedan ser percibidos como moléculas odorantes, deben además, contener un grupo osmóforo y estar presentes en una concentración superior a la de su umbral de percepción. Se puede considerar que el aroma del vino es el resultado de una serie de transformaciones químicas y bioquímicas que tienen lugar durante su producción (Fig. 1), que dan lugar a su gran complejidad y variación de un vino a otro. Tras el consumo del vino, la liberación del aroma va a estar condicionada por la acción de diferentes parámetros relacionados con la fisiología oral humana (anatomía de la cavidad bucal, temperatura, saliva, flujos respiratorios, mucosa oral), así como por los otros componentes de la matriz del vino y el mecanismo de reconocimiento del olor tras la unión de una o varias moléculas odorantes a sus correspondientes receptores olfativos, que genera un patrón de activación que el cerebro interpreta como un determinado estímulo (aroma a plátano, pimienta, regaliz, etc.), incluidas algunas desviaciones aromáticas como el “gusto a moho”, debido a la presencia de 2,4,6-tricloroanisol (TCA) por contaminación en tapones de corcho y/o el ambiente de la bodega, y los desagradables olores a sudor de caballo y establo, producidos por la levadura alterante Brettanomyces durante la crianza en barrica, responsable del “carácter Brett” como se conoce en bodega. El desarrollo de la investigación y la innovación han permitido la aplicación de técnicas vitícolas y recursos enológicos para reducir su impacto e incluso erradicarlo. 

Fig. 1. Principales etapas que intervienen en  la formación del aroma del vino.

El consumo moderado de vino y la salud desde la perspectiva de la ciencia

El vino, y en particular el vino tinto, es uno de los alimentos con más polifenoles, y además se caracteriza porque presenta una combinación única de estos componentes bioactivos. Todos sabemos que se trata de un producto alcohólico, por tanto, sus beneficios van siempre ligados al consumo moderado en personas sanas. Las primeras investigaciones sobre los efectos saludables del vino proceden de la década de 1990, entonces se publicaron resultados relevantes y empezaron a sucederse numerosos estudios epidemiológicos que llegaban a la misma conclusión de que el consumo moderado de vino podía tener efectos no solo sobre la prevalencia de enfermedades cardiovasculares, sino también sobre la de otras enfermedades crónicas o degenerativas. A medida que han evolucionado las investigaciones, hoy se dispone de resultados apoyados por laboratorios de todo el mundo, sobre sus propiedades beneficiosas avaladas en estudios en animales y, cada vez más, en estudios en humanos.  El escenario que está emergiendo con más fuerza en los últimos años, es que los efectos de los polifenoles sobre la salud se explican por sus interacciones con la flora o microbiota intestinal [4]. La microbiota intestinal, y especialmente su funcionalidad metabólica es, en la actualidad, determinante en entender cómo evolucionará nuestra salud, por ello la estrategia se centra en conocer a fondo como los alimentos interaccionan con estas bacterias como principal perspectiva en el ámbito de la nutrición y la medicina. De hecho, en España varios grupos de investigación son punteros en la investigación para explicar cómo el vino y sus polifenoles ejercen un efecto beneficioso a nivel de la función y salud digestiva humana, y es de esperar que los avances que se produzcan en los próximos años, sitúen al vino entre los alimentos con un claro interés científico para nuestra salud y en la alimentación del futuro.


Referencias:
[1] M.V. Moreno-Arribas, ‘El vino’. CSIC-La Catarata (2011), ISBN: 978-84-00-09293-1, 99pp
[2] A.T. Palacios García, ‘Mitos y leyendas del vino’. AMV Ediciones (2017), ISBN: 978-84-945166-3-4, 244 pp
[3] F.J. Cudeiro Mazaira, ‘Paladear con el cerebro’, CSIC-La Catarata (2012), ISBN: 978-84-00-09502-4, 126 pp
[4] M.V. Moreno-Arribas, B.Bartolomé, ‘Wine safety, consumer preferences and health’ (2016), Springer Eds., ISBN: 978-3-319-24512-6 (version impresa) e ISBN 978-3-319-24514-0(eBook), 323 pp.
M. Victoria Moreno-Arribas
Doctora en Farmacia
Habilitada como Enóloga
Investigadora Científica del CSIC, Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación (CIAL), CSIC-UAM

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2 comentarios:

  1. que interesante, me encanta!

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    1. Muchas gracias Marina.
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